martes, 16 de junio de 2009

Bagua: el encuentro de dos mundos

Nada más significativo que el hecho que el sangriento operativo de desalojo de la carretera tomada por los nativos peruanos —en protesta contra las leyes que les recortaban su espacio vital—, decretado por Alan García, haya sido el mismo Día Mundial del Medio Ambiente, un viernes 5 de junio. Esto a pesar de que el gobierno contaba en su gabinete con un “experto” en el medio ambiente como el señor Antonio Brack Egg (nativo también de la zona de selva pero blanco de ascendencia extranjera, cosa muy determinante en el todavía racista Perú), quien demostró su verdadera dimensión humana al ignorar este hecho y manifestar, por el contrario, que ya se les había dispuesto 12 mil hectáreas para que vivan allí y que el resto era para la concesión a las transnacionales (resucitando el viejo concepto de “reservaciones de indios” del oeste norteamericano).

Por supuesto que después de 60 años de concesión de un lote de selva es difícil creer que la gigantesca empresa que lo ocupa se vaya a retirar o que el Estado no lo vuelva a “concesionar” hasta el infinito (al igual que se hace con una casa destinada para el alquiler). Esto, en pocas palabras, ya es una venta de por vida y una enajenación del territorio a los intereses de la nación a la que pertenece la transnacional allí instalada. Esto sucedió en el siglo XIX con la zona de Tarapacá, al norte de Chile, que era boliviana hasta que inversionistas chilenos la coparon de tal manera que Chile terminó por argumentar que le pertenecía invadiéndola, cosa que dejó sin mar a Bolivia hasta el día de hoy.

Pero volviendo al trágico suceso en cuestión, que costó la vida de decenas de peruanos, existe un hecho que va más allá de las noticias y de las acusaciones de ambos bandos (el gobierno y los nativos). En Bagua, pequeña ciudad de la selva peruana, se confrontaron dos visiones del mundo y volvieron a estrellarse una vez más violentamente. Eso nos lleva a recordar qué nos dice la historia de la humanidad al referirse a las innumerables veces que seres humanos con concepciones distintas de la existencia y del mundo se han eliminado mutuamente por no haber hallado puntos intermedios de convivencia.

Recordemos el más importante de ellos que ha sido, y sigue siendo, el desencuentro entre las culturas nómadas y sedentarias. Recién en los últimos diez mil años es que las sedentarias han logrado vencer, reduciendo a las otras a su mínima expresión; pero hay que tener en cuenta que el hombre nació nómada y así vivió durante cuatro millones de años hasta la llegada de la civilización (que significa vivir en ciudades), expresión característica del sedentarismo. Recordemos también pasajes como los de los bárbaros en Europa invadiendo los territorios imperiales; o la presencia de los nómadas asiáticos (los famosos Atilas) amenazando la “cultura” (palabra que viene de cultivar, sembrar, ser sedentario). Más cerca a nuestro tiempo tenemos el caso de lo ocurrido en Norteamérica con la llegada del sedentario blanco europeo y el exterminio del piel roja nómada por no “respetar” los límites del territorio.

Vemos entonces que, mientras que por una parte los humanos hemos sido nómadas y hemos concebido a la tierra como un ámbito de vida, por otro lado nos hemos vuelto sedentarios con una noción de propiedad hereditaria respaldada por el Estado.

Sin embargo este no es el caso específico de Bagua porque allí el enfrentamiento no se dio entre una cultura sedentaria y otra nómada sino más bien entre una sedentaria y otra seminómada, que es la que concibe el espacio como un territorio delimitado pero sin propiedad, a la manera cómo lo hacen también los animales (por ejemplo el león, que no es dueño del lugar pero que necesita imperar en él para poder sobrevivir). En pocas palabras, las culturas nativas de la selva peruana son sedentarias pero con una visión nomádica del territorio. Esto es algo que ha sido estudiado a fondo por los especialistas en antropología y etnología. Lo raro es que a “nadie” le interesó ello a la hora del conflicto.

La pregunta que uno se hace entonces es: ¿y por qué a nadie le interesó ni le interesa saber cómo piensa y vive el otro? Por la misma razón que a los conquistadores y dominadores de todos los tiempos no les interesa nunca: porque estos jamás vienen a negociar ni a convivir; vienen a imponer su visión. Si lo logran convierten al lugar en una colonia; si no, ese sitio se vuelve “inhóspito, peligroso, salvaje, el rincón más alejado del planeta”, como suelen decir.

De algún modo esta situación se ha repetido en el Perú de hoy (porque estos enfrentamientos son intemporales) en donde el prepotente Estado y sus representantes sedentarios urbano-occidentales-costeños piensan que están en todo su derecho de hacer con la tierra lo que a ellos les parece correcto y coincide con sus propias leyes creadas ex profeso (como los decretos causa del conflicto), mientras que lo mismo piensan los nativos desde su óptica.

Para ambos la tierra tiene un diferente valor y función: los urbano-occidentales la ven mercantilistamente (como objeto de explotación y fuente de riquezas) mientras que los nativos la conciben como un espacio vital para cazar, sembrar y desplazarse. Ambas concepciones tampoco son iguales en magnitud: en una el criterio se da en medidas pequeñas como el metro cuadrado, que es una unidad importante y valiosa en las ciudades, donde basta con veinte de ellos para que una familia pueda vivir con todas las comodidades modernas; en cambio en la selva la unidad se mide por horizontes, medidas no geométricas que comprenden lugares amplísimos donde existen valles, ríos, bosques y un largo etcétera. Esto se puede entender si pensamos por un momento como los granjeros o terratenientes que se ufanan de mirar sus tierras y sentir que los paisajes que ven a la distancia son todos de su propiedad. Esto sucede en la selva solo que allí no existen los títulos de propiedad. A partir de estas dos formas de ver y entender el mundo es donde comienzan los choques que casi siempre han sido dolorosos por ser irreconciliables.

¿Qué habría que hacer? El asunto es difícil y complejo porque pasa por reconceptualizar la visión del mundo y hacer lo mismo con las ideas del espacio y la propiedad. En el caso Occidente, este debería auto examinarse y evaluar si la política que ha venido siguiendo durante los últimos cinco siglos (desde el surgimiento de la Modernidad) es la más adecuada tomando en cuenta la depredación y el desgaste del planeta que ello significa, cosa que de algún modo le perjudica a sí misma. Con esto queremos decir que lo que esa civilización requiere es un cambio de paradigma y encontrar una nueva promesa de vida que no pase por el concepto de desarrollo progresista que actualmente tiene sino por uno de convivencia con la naturaleza. En este sentido la promesa de la vida andina, concepto muy vivo y creciente hoy en esta parte de Sudamérica, puede ser una buena fuente de inspiración.

Lo mismo, por el lado de los nativos, estos deberían admitir que el aislamiento ya no es posible por más que se lo quiera, y que necesariamente van a tener que entablar mecanismos de apertura con el resto de habitantes del planeta pues, de no hacerlo, sería para ellos una automarginación que, a la larga, los podría llevar a la extinción.

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