sábado, 24 de septiembre de 2011

La felicidad. ¿Eso es todo?



¿Es acaso la felicidad el auténtico fin de la existencia humana? ¿Siempre fue así o alguna vez se pensó de otro modo? ¿La felicidad, una vez alcanzada, lo comprende todo y nos da la tranquilidad o es una fiera devoradora que exige constante alimento? ¿Qué pasó con las otras creencias en las que el hombre no tenía como razón de ser su felicidad personal sino alcanzar el Cielo, el Nirvana o muchas cosas por el estilo? El siguiente es un acercamiento a este complejo tema que hoy se debate precisamente porque se empieza a dudar de él y a considerarse que tal vez no sea lo que la humanidad siempre soñó como respuesta a su esencia humana.

Desde que los intereses de la burguesía europea entraron en conflicto con el poder de la Iglesia Católica surgieron una serie de ideas que iban en contra del discurso oficial impuesto por la curia. Se anunciaba un cambio de poderes, donde los reyes y sacerdotes cederían su puesto a los ricos, por lo que hacía falta un cuerpo teórico que sustentara ante los pueblos la legitimidad de la nueva clase dominante. Dichos argumentos fueron hallados en viejos y olvidados textos provenientes de una cultura desaparecida casi dos mil años atrás (los griegos del antiguo Peloponeso) y fue así cómo se “innovaron” las creencias. Reaparecieron conceptos aparentemente superados como democracia, república, libertad, igualdad y, en especial, felicidad (eudaimonia en griego, felicitas, en latín), una “nueva” forma de plantear cuál era el objetivo real de la vida del ser humano.

Hasta antes de esto la única manera de vivir, legitimada por el mismísimo Dios, era tal como lo indicaba la Biblia, documento sagrado y eterno que no podía ser modificado por el hombre. Allí se especificaban claramente tanto los orígenes de éste como su deber sobre la tierra y su destino final, cerrando así el círculo de la existencia correcta. El hombre surgió por el amor de Dios quien quería compartirlo con sus criaturas; pero para que ese plan se haga efectivo el ser creado debía acceder a dicha gloria mediante una serie de pruebas pues solo de ese modo es cómo tal don se justifica. La vida terrena no era otra cosa que una etapa de preparación para ese más allá prometido al cual todos teníamos derecho a acceder. Mientras más se hiciera por alcanzar ese estado más se acercaba uno a la meta, por lo que la piadosidad y el respeto a las normas eran el mayor logro que alguien pudiese obtener.

Esto obviamente exigía una actitud y un determinado comportamiento que, en lo fundamental, minusvaloraba lo material frente a la vivencia interna y la virtud. Pero la falta de aprecio a las cosas no era algo bien visto por aquellas personas para quienes su manipulación significaba una forma de vida (los comerciantes) razón por la cual la espiritualidad, llevada a un grado extremo, significaba para ellos una ostensible baja en las ventas. Es comprensible entonces que, para modificar esta situación, se hiciera necesaria una inversión de valores, una revolución, que pusiera los mercantiles por encima de todos los demás. Es con ello que aparece otra forma de entender la religión; ya no se trataba de despreciar lo terrenal sino, todo lo contrario, emplearlo como vehículo para alcanzar el Cielo. El protestantismo, apoyado intensamente por los comerciantes alemanes primero y luego por los ingleses, contribuyó entonces a “rediseñar” el pensamiento y los mandatos de Dios “interpretándolos”, de modo tal que la posesión de riquezas, en vez de alejar al hombre de la divinidad, más bien lo acercaba puesto que era deseo del Creador proveer a su creatura de todo lo necesario para que no sufra mientras transcurre su preparación para el más allá dichoso (de “valle de lágrimas” se pasó a “tierra prometida”).

De modo que ya no era bueno sacrificarse y renunciar a nada sino, por el contrario, adquirir lo más posible aquello que diera satisfacción, idea que pasó a llamarse “felicidad” y que se comprende hasta el día de hoy como “la satisfacción plena de las necesidades”. Para ello no es necesario llevar una vida de santidad y recogimiento sino acudir al mercado a comprar los dones que la naturaleza le brinda generosamente al hombre. Cuando éste los tuviera, decía la nueva versión sagrada, entonces se sentiría feliz y realizado, sin importar si con ello se hacía merecedor o no a un premio “después de muerto”. La muerte misma pasó a ser vista como el peor de los males —que antes lo era pero con el consuelo de ser el ingreso a una etapa superior— y comenzó a entenderse como “la desaparición de la razón de ser humano”. Muerto el cuerpo, todo acaba. El mercado no tiene injerencia en otra dimensión que no sea la material. Después de la muerte, lo que ocurra ya no pertenece al campo de lo humanamente comprensible y admisible. En pocas palabras, con el advenimiento de la Modernidad el hombre empezó a verse a sí mismo solo en su magnitud corporal dejando de lado las preocupaciones extramundanas.

Cierto que hay quienes, a pesar de este pensamiento, aún se apoyan en alguna fe para darle un sentido a sus vidas, pero el detalle es que ninguna de ellas atenta o violenta las normas del mercado; simplemente se adecúan a éste. Existen casos aislados de creencias que van en su contra (como cierto sector del Islamismo) pero esto es combatido en todos los frentes, tanto ideológicos como militares (las “repúblicas fundamentalistas teocráticas”) siendo ello un ejemplo de que a lo que se ataca es a las ideas que no priorizan el comercio como ley básica para la organización de toda sociedad, no así a las instituciones per se. Incluso el tan vituperado Comunismo no era otra cosa que una acentuación de la propuesta que no hay otro fin en la vida que no sea el sostener al organismo hasta su desaparición de la mejor manera posible. La felicidad, en este caso, seguía siendo la idea primordial, solo que dirigida por un ente regulador que era el Estado.
Pero ¿será acaso la felicidad realmente el único norte al cual el ser humano puede y debe aspirar? Ya vimos que es un concepto retrotraído del pasado con la exclusiva finalidad de desbancar las ideologías religiosas e imponer otras más afines a los negocios, por lo que se puede decir que no estamos ante una noción universal ni mucho menos eterna. Al contrario, se trata de algo solamente vinculado a la etapa moderna occidental, mas no un criterio surgido en distintos lugares e instancias de la historia de nuestra especie. Nuestra vivencia teológica no puede ser reemplazada tan fácilmente pues nació con el mismo hombre cuando dejó de ser animal, y ello significa no solo una tradición de casi cuatro millones de años sino también una parte constitutiva de nuestro cerebro —si es que les creemos a las últimas investigaciones de las neurociencias que aseguran que llevamos un “gen” religioso.

¿Significa esto que se debería volver al oscurantismo medieval o a la idolatría de las casas reales? No necesariamente; existen muchas otras opciones. Pero lo que parece ser cierto es que la actual, la comercializada y adorada “felicidad”, ya no satisface las expectativas de la humanidad puesto que se ha podido comprobar, en la práctica, que tal cosa no solo es imposible de alcanzar (pues, como los alimentos, una vez consumida se desvanece) sino que no se percibe que ella sea realmente el objetivo del ser seres humanos. En este sentido la filosofía nos recuerda que nada hay dicho en materia de humanidad, que no existe una norma o ley que lo especifique y que el hombre sigue aún preguntándose quién es él y por qué es lo que es. Se han dado hasta el momento muchas versiones, pero ninguna ha pasado la prueba definitiva y ha perdurado como verdadera.

En conclusión, es muy probable que dentro de poco nos veamos envueltos en otra loca carrera por intentar reemplazar al mercado y a la felicidad por otros elementos que nos proporcionen la paz y el entendimiento que desde siempre hemos estado buscando. La satisfacción de necesidades, tanto materiales como espirituales, por más que sea plena, abundante y abarque todos los sentidos, no soluciona nuestro principal drama, por lo que inevitablemente volveremos una vez más a asumir otra forma de mirarnos, con las respectivas transformaciones violentas que ello significa.

jueves, 15 de septiembre de 2011

El reto de ser autodidacta


Estos pensamientos de alguna manera revelan lo que soy y lo que pienso de mí mismo y exponen públicamente algo que pertenece a mi más profunda problemática. Pero el hecho de hacerlo revela justamente esa autoafirmación que necesito para no claudicar y consolidar mis principios constitutivos que son la razón y la explicación de lo que ahora soy y lo que finalmente se dirá de mí cuando mi cuerpo deje de funcionar.


En una época como la actual, donde la obligatoriedad de una especialización y la oferta educativa son por decir menos desbordantes, la opción del autodidactismo pareciera ser obsoleta. Antaño se sabía de personas que superaban sus penosas limitaciones con un esfuerzo personal pues se enfrentaban a un medio que era adverso a la preparación y al conocimiento. Sin embargo, con el avance de la Sociedad de Mercado y su necesidad de gente idónea para cumplir las diversas tareas que existen, la opción por la capacitación es no solo una elección sino, por el contrario, una necesidad vital pues sin ella la persona correría el peligro de no ser competitiva o apta para el desempeño laboral, convirtiéndose en un ser marginal y con pocas probabilidades de sobrevivencia.


Entonces ¿qué sentido tiene insistir con una formación propia, ajena a los cánones que la época exige? Quizá ya no sea el superar un escollo o una incapacidad puesto que cada vez es más amplia la oferta y las facilidades para el estudio (aunque en algunos lugares del planeta todavía la educación sigue siendo un imposible); en el caso de una persona común que nace en una ciudad moderna o medianamente desarrollada la negación a ello es muy improbable que se dé. Las propuestas de preparación son múltiples y prácticamente es más difícil vivir ajeno a ellas que asimilarlas. Los medios de comunicación difunden profusamente cada día las nuevas tecnologías e ideas haciendo que la actualización de la población sea una constante.


Por ejemplo, hoy los sistemas educativos contemplan casi sin excepción la necesidad de cursos de computación dado que ésta forma parte indispensable del ritmo actual de vida. Ni siquiera los jubilados se salvan de entender cosas como “no hay sistema” en el momento que les anuncian que sus pagos mensuales sufren un atraso debido a problemas cibernéticos. Más aún, hasta las más veteranas ancianitas se han adaptado gracias a la pasión que los juegos de azar electrónicos despierta en ellas. Eso sin dejar de mencionar la profusión de teléfonos móviles que obligan al usuario a entender sus particulares y complejos lenguajes y códigos. Estar informado y actualizado es el estilo de la vida actual y uno no puede enajenarse de ello.
Pero volvemos a la pregunta. ¿Y por qué alguien tendría que tomar un rumbo diferente si eso es lo menos indicado? La respuesta la encuentro en que solo asumiendo un reto es cómo se pueden lograr los cambios que uno desea. Llevando esto a lo concreto, si uno quisiera encontrar otros modos, otros caminos que conduzcan a respuestas distintas lo mejor sería dejar de lado el convencionalismo e intentar abrir trochas allí donde parece que no se pueden dar. La suposición o la teoría nos dice que haciéndolo es muy probable que se descubra por lo menos algo: un indicio, un aspecto no contemplado o una manera original de concebir lo ya conocido. Muchos de los grandes y famosos creadores de innovaciones pueden testificar que ese ha sido su método: ir contracorriente, salirse del molde, cambiar el orden de las cosas, inventar su propia forma de hacerlas. En pocas palabras: para ser creador se requiere en la práctica ser un autodidacta y enseñarse a sí mismo mediante una práctica personal.  


Precisamente cada transformación de era, cada giro fundamental que ha dado la humanidad se ha basado en aquellos que han procurado salirse de la corriente para ofrecer alternativas hasta ese momento insospechadas. Los constructores de pirámides o de monumentos impresionantes deben haberse enfrentado desde un comienzo a mentes convencidas que eso jamás se podría hacer puesto que era un imposible. Lo mismo aquellos que plantearon por primera vez la idea de que el cielo no era un techo sobre la Tierra sino una capa detrás de la cual existía todo un Universo. Propuestas de esa naturaleza no son posibles sin previamente rechazar la versión oficial y sugerir algo nunca imaginado. Parte de ese rechazo implica entonces una preparación particular utilizando fuentes inusuales que no es otra cosa que un autodidactismo.


¿Sería posible hoy —en un tiempo donde todo conocimiento no solo es bienvenido sino necesario, y donde hasta lo más disparatado se acepta y se difunde sin restricción— intentar dejar de lado los procesos formativos tradicionales para intentar metas más allá de las que se permiten? Particularmente pienso que sí, puesto que, aunque se diga lo contrario, tanto la Sociedad de Mercado como la Modernidad también tienen sus límites y sus tabúes, o sea, sus fronteras, las cuales no se pueden atravesar pues simplemente se desestabilizaría el sistema. Creer que éste es totalmente abierto y liberal, donde todo puede caber como en botica, es un mito puesto que siempre hay cosas que son fundamentales y sagradas las cuales no se pueden ni cuestionar ni trastocar. Quiere decir que siempre en toda sociedad habrá espacios permitidos y lugares prohibidos; la libertad absoluta no es real; todo tiene un límite.


En la Sociedad de Mercado las leyes del comercio son necesarias para que el acto de compra y venta esté garantizado en todo el planeta. Si un sector de la humanidad no lo respetara (como es el caso de ciertas sociedades tribales o algunos gobiernos reacios a adaptarse) el mecanismo no sería universal y podría ser cuestionado como “no único”, en el sentido que sería posible darse otro tipo de sociedades tanto o más efectivas que ésta. Ser realmente innovador implicaría, en estas circunstancias, no contribuir con más de lo mismo sino, por el contrario, poner en crisis las normas sosteniendo, al mismo tiempo, la expectativa de otra mejor. La historia de las transformaciones sociales demuestra que ello ha sido una constante.
De modo que, si se quieren sugerir cambios pero no en la parte operativa sino en el fondo, en las esencias, no queda más remedio que apelar una vez más al autodidactismo para descubrir las futuras ideas que pueden ofrecerle al ser humano visiones de sí mismo y de la realidad que no son las que ya se conocen y se han instaurado como verdades absolutas. Los nuevos mundos, las nuevas sociedades necesitan de diferentes planteamientos que atraigan a los hombres hacia su realización, dejando de lado los antiguos. Esto siempre ha ocurrido pero no sin un trauma y un rechazo que ha derivado en revoluciones dramáticas. Mas los hechos no los imponen las personas individuales pues son sucesos que corresponden al comportamiento de las sociedades. Las consecuencias de lo que algunos hombres idean no están en ellos sino en las colectividades que las asumen o no.


Por lo tanto insisto en que el camino de autodidacta que elegí desde muy joven es el que creo más idóneo para la renovación de los espíritus. Sé que el no haber seguido integralmente las formas, el ser casi un iconoclasta o un rebelde de espíritu tiene sus consecuencias tanto gratas como ingratas —pues no se puede negar que trae como consecuencia una incomodidad en el prójimo y hasta un profundo desagrado en la medida que se desarticula aquello que a ellos les beneficia— pero ser innovador o un peculiar no significa ser apreciado o alabado; históricamente ha sido común ser visto como un hereje o un subversivo, por lo que ello resulta muchas veces muy malo para la salud (pues hay que confesar que las dudas y la sensación de fracaso acompañan siempre a quien lo intenta).


Mucha fuerza de voluntad se requiere para persistir en el empeño y no sucumbir ante la idea de haber errado en la vida. La falta de reconocimiento o, peor todavía, el no encontrar lo anhelado, son razones más que suficientes para pensar que uno se equivocó y que más vale pedir perdón para tratar de ser aceptado aun cuando ya las oportunidades hayan pasado. Lo único que queda entonces es persistir en el objetivo y trabajar la conciencia para no caer en la desilusión que lleva al suicidio físico o emocional.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Una mirada filosófica al 11-S

Al cumplirse el décimo aniversario de un suceso tan crucial como el 11-S es necesario hacer una evaluación del mismo pero ya no desde la óptica de la geoestrategia militar sino desde lo que le puede atañer a la filosofía en la medida que dicho acontecimiento ha dado paso a una lógica discursiva que toca el ámbito de esta materia. En líneas generales se podría decir que ello da pie para poner sobre el tapete diversos problemas clásicos como los de la verdad, el valor, la justicia y la política.

Resumen

El 11-S es un suceso que ha originado una visión parcializada sobre el valor de la vida pues a partir de él se ha instaurado la creencia que existen vidas más valiosas que otras. También ha impuesto una visión de la realidad que va más allá de los hechos objetivos; según el entender de los científicos, que los han estudiado con seriedad, estos no coinciden con la versión oficial; sin embargo dicha verdad es la que debe ser asumida, al margen que sea un discurso que encaje sospechosamente con los intereses del poder de turno. Por otro lado este acontecimiento ha propiciado la implantación de una idea de justicia —que supera en primitivismo a la misma Ley de Talión— y donde lo justo es simplemente cobrarse venganza pero no en igualdad de condiciones, como decía ese antiguo proverbio, sino, por el contrario, hacerlo al mil por ciento, coaccionando y amenazando además a todos por igual, tanto a víctimas como a supuestos victimarios. Finalmente el 11-S ha gestado una noción de política que no se sostiene sobre principios sino más bien sobre finalidades y objetivos (el fin justifica los medios) siendo esto producto de una filosofía pragmática que no considera otra medida que no sea la del interés y el beneficio de los ricos por encima de los del resto del mundo.

Acerca del juicio humano

Desde un principio el hombre se percató que no era solo un actor dentro de la naturaleza sino también un observador, y que él le daba a los hechos una determinada interpretación según estos lo afectaran o no. Un terremoto que se diera en Marte, por muy fuerte que fuese, le resulta totalmente intrascendente a diferencia de que si éste sacudiera Nueva York. Quiere decir que la mirada sobre la realidad necesariamente pasa por el tamiz que el ser humano le otorgue.

Por ejemplo, tragedias que acaecen en lugares lejanos a los países desarrollados son asumidas como un suceso común e indiferente por la prensa mundial (por más que se trate de la muerte de miles o millones de personas) mientras que un simple incidente familiar producido en el corazón de una gran urbe puede tener connotaciones “catastróficas” para los medios de comunicación. Como se dice popularmente: “Todo es según el color del cristal con que se mira”.

Primer problema: el valor

¿Qué es el valor filosóficamente hablando? Es aquello que el ser humano considera que produce un bien. Es decir, algo vale porque es bueno. Lo que se aleja del bien es lo que carece de valor. Una roca que no tuviese ninguna utilidad práctica o que fuera muy poco deseada sería considerada como cosa sin valor. Si ésta en cambio poseyese una propiedad especial que la volviera útil y, por lo tanto, deseable, eso la convertiría en valiosa. Para Platón el bien no era algo relativo, no dependía de la apetencia humana para existir. La vida, por ejemplo, era para él un valor ajeno a la apreciación humana y debía ser reconocida por todos. Sin embargo en la Sociedad de Mercado el valor lo determina la oferta y demanda, de modo que una vida que no esté vinculada a la utilidad o al deseo prácticamente no vale nada y puede ser desechable.

En el caso del 11-S se ha desarrollado un criterio que da a entender que las vidas perdidas en tal atentado tienen un valor que está por encima de su realidad y cantidad, algo similar a cómo se ponderan a los héroes y se los sacraliza. Podrán morir muchos más seres humanos en otras partes y en circunstancias aún más dramáticas pero a las del 11-S se las considera de mayor calidad en relevancia y significación debido a su ubicación dentro del panorama mundial. La conclusión es que no se está considerando la idea del valor como un principio supremo (toda vida humana es valiosa) sino como algo surgido de la correlación de intereses humanos (unas vidas son más valiosas mientras que otras no valen nada).

Segundo problema: la verdad

Otra reflexión que genera este caso es el relacionado con la verdad. ¿Qué es la verdad? Algo que es real, que se da en los hechos al margen de la opinión humana. Retomando a Platón —como un referente genérico aunque ello no agota la discusión— en su filosofía la verdad también era algo existente pero por encima de todo, mientras que el ser humano navegaba en lo que llamaba la doxa, la opinión, algo que podía ser cierto o falso. El objetivo de la filosofía por lo tanto, según el autor de La República, era buscar esa verdad para lo cual el ser humano debía desembarazarse de sus falsas percepciones. Sin embargo otra vez vemos que en la Modernidad la verdad se vuelve una apreciación sujeta a quién la diga y dependiendo de qué le convenga. El ser humano podrá decir que ha obtenido la verdad pero eso será siempre solo su parecer; nunca sabrá si lo que cree es realmente verdadero o si nada más se trata de algo que ha supuesto.

En un suceso como el 11-S existen hechos concretos pero también una interpretación, que es la manera cómo éstos se tienen que entender y leer. Si no se diese un discurso aclaratorio tal acontecimiento sería inexplicable y confuso y todos se preguntarían qué fue lo que pasó. Para elaborar ese discurso está el poder, que es a quien le corresponde tal papel y para lo que está designado. Las personas que pertenecen a una determinada sociedad han aceptado voluntariamente creer en sus líderes o dirigentes, por lo tanto todo aquello que estos digan será obligatoriamente la verdad, aunque lo acaecido no se asemeje en nada a dicha explicación. En conclusión, en la sociedad la verdad es un atributo que únicamente posee el poder más no así otras entidades como la ciencia o la sabiduría (recordando el caso de Galileo versus la Iglesia Católica) por lo que la verdad de lo ocurrido será siempre lo que diga la versión oficial y no lo que indiquen los hechos.

Tercer problema: la justicia

Justicia es toda acción que procura el equilibrio de una determinada sociedad en vías a su preservación. Se menciona nuevamente a Platón para reiterar que, según sus ideas, dicha noción no depende del hombre. Sin embargo eso no es lo que la humanidad utiliza como norma. La justicia en el mundo contemporáneo, por ejemplo, es una disposición que depende de las circunstancias y características propias de cada grupo humano, de tal modo que, lo que a unos les parece justo a otros no.

Con respecto al 11-S, en un medio como el occidental lo justo resulta ser ahora ejecutar una venganza pero al mil por uno (algo así como “Mil ojos por un ojo y mil dientes por un diente”) de modo que matar a mil personas por cada una de las fallecidas en ese desdichado suceso es visto como algo correcto y avalado por las leyes. Hasta se permite ir más allá afirmando que hacer justicia es también actuar en otras dimensiones, como las económicas y políticas, castigando a quienes no tuvieron que ver directamente en el asunto pero que no lo condenaron de la manera adecuada (“los que no están con nosotros están en contra nuestra”). De modo que, según esta interpretación, resulta justo eliminar a los que no aplauden las acciones de justicia llevadas a cabo. Con esto se cumple con la idea de que la justicia es lo que propicia la cohesión y el sostenimiento de una determinada sociedad al margen de lo que digan otras naciones u opiniones.

Cuarto problema: la política

Un cuarto problema (aunque no el último pues quedarían pendientes otros temas como la ética) es el de la política. ¿Qué es la política? Es el arte de gobernar. ¿Quiénes tienen el derecho de dar y quitar la vida? Pues quienes detentan el poder. Antiguamente, cuando la forma común de gobernar era la aristocrática (a los mejores les corresponde el mando), la idea imperante era que existía un derecho natural que el poder tenía para decidir por todo, incluyendo sobre la vida y la muerte. Su autoridad no emanaba de un consenso sino de nociones supra humanas como podían ser los dioses, la tradición, la religión o las leyes fundacionales.

En cambio en la actual Sociedad de Mercado lo que cuenta es el equilibrio de fuerzas entre los que detentan la riqueza y no existe mayor ley que la que surge de una negociación. Si para ello es necesario trastocar o eliminar las costumbres o creencias imperantes (incluyendo a los pueblos) simplemente se hace, siempre en función de la conveniencia de los ricos. En este sentido ni Dios ni la naturaleza están por encima de los intereses económicos. Se trata de un tipo de política surgida del Pragmatismo, que es aquella corriente filosófica que justifica los medios con tal de llegar a un fin. Visto desde esta posición el mundo es hoy una fuente de recursos y la humanidad un mercado de consumo, por lo tanto, todo lo que la política contemporánea hace no es más que procurar que esto se perpetúe.

domingo, 4 de septiembre de 2011

La Iglesia Católica: entre el discurso y la política

Un amigo, Pepe Mejía, periodista peruano radicado en España, me envía esta nota la cual tengo el gusto de publicar. Pero al respecto también quisiera hacer algunas observaciones que desde hace tiempo he tenido pendientes en relación al papel que juega en el mundo contemporáneo la Iglesia Católica.

La nota de Mejía

Julio Lois: teólogo y activista

Conocí al teólogo y sacerdote Julio Lois —que falleció el pasado 22 de agosto— cuando en Madrid me integré en la Plataforma 0’7 a finales de 1995. Tuve el privilegio de compartir discusiones con otros teólogos y estudiosos, todos ellos comprometidos políticamente. Desde el primer momento compartí muchas de las ideas y propuestas que Julio hacía en ese excepcional foro de pensamiento y activismo. Me llamaron siempre la atención dos cosas: su desprendimiento a toda notoriedad pública y su permanente autocrítica como una manera de avanzar. Tuvo un papel destacado en la elaboración de la estrategia de unir a las distintas Comisiones 0’7 desperdigadas por el Estado español. No paró hasta conseguir la unidad de la Plataforma de Comisiones 0’7. Mientras ejercí de portavoz de la Plataforma 0’7 tuve en Julio un consultor siempre disponible. Pero, sobre todo, a un amigo. Humilde y austero, no olvidaré ese viaje que hicimos en tren desde Cádiz a Madrid después de asistir él a unas jornadas y yo a otras. En ese viaje hablamos y discutimos sobre las relaciones de la fe y la práctica política militante. Los sinsabores, las limitaciones y el compromiso. La crítica a esa jerarquía católica que menospreciaba al movimiento popular. Recordamos la labor de la teología de la liberación en América Latina, su estancia en Bolivia y mi experiencia en la pastoral del Arzobispado del Callao siguiendo la senda de Gustavo Gutiérrez. Julio, además de ser un buen teórico y teólogo, era un buen activista. Defensor de la laicidad y la convergencia de cristianos y no cristianos en la actividad política en su tarea de denunciar las injusticias y las ataduras al poder. Julio fue, además, un profesor. Pero sobre todo, un amigo, una persona que hizo de su compromiso militante y político un hacer de vida. La última vez que nos vimos fue —como no— para participar en una tertulia sobre movimientos sociales y compromiso político con un grupo de cristianos en Vallecas. Gracias, Julio, por tu compañía.

El Cristianismo

Puede parecer una obviedad tratar de explicar qué es el Cristianismo pero ello no es así: es tan difícil como intentar decir qué es la filosofía. Ambas cosas son sumamente comunes pero, por su complejidad, se hacen imposibles de precisar; al menos, no hay consenso acerca de cómo entenderlas.

El Cristianismo: ¿es una entidad filosófica, social, política, religiosa? Quizá sea todo eso y mucho más. En él se han congregado demasiados procesos, al punto que se hace inviable discriminarlos y separarlos. Es como esas montañas de escombros que se han ido acumulando a lo largo de los años y, a la hora de decir de qué están hechas, se encuentra con que hay de todo un poco y todo eso es lo que las conforma.

Tal vez el Cristianismo haya nacido de una manera y para un objetivo, pero al pasar el tiempo muchos otros elementos se le han ido sumando al punto que estamos casi seguros de que lo que hoy tenemos no es lo que se pretendió que sea desde un comienzo. Y esta opinión no es solo producto de una investigación exegética —remontándonos a los más antiguos textos— sino algo constatable a simple vista pues basta con leer su libro fundamental, la Biblia, para comprobar que lo que allí se dice no corresponde con lo que hoy se observa en los hechos.

Ello nos lleva a adoptar varias formas de leer las cosas y a interpretarlas según los diferentes contextos dados. Para algunos el Cristianismo consiste en una religión más, una de las tantas habidas en el tiempo, y su importancia radica en que es un efectivo control social. Para otros es la verdad revelada, la auténtica palabra de Dios, creador de la materia y del Universo. Esta lista de definiciones podría ser larga (un buen negocio, un aliado del poder, etc.) pero nunca habría un acuerdo. La conclusión es que se trata de un prisma donde todo se ve según el lado por donde se mire.

La Iglesia Católica

Cuando hablamos de la Iglesia Católica en realidad nos estamos refiriendo a algo diferente al Cristianismo. Claro, para sus fieles es lo mismo, corregido y aumentado, pero desde un análisis imparcial no es así. La Iglesia como tal tiene su historia y, aunque ella lo niegue, no nació con el Cristianismo. Sus orígenes se encuentran vinculados más bien a la antigua casta sacerdotal romana, a ciertos reyes y emperadores y a un determinado número de pensadores y filósofos. Además tampoco ha sido siempre una sola; durante su existencia ha conocido varias versiones de sí misma y ha negociado con todas las facciones surgidas en su seno para lograr la unidad. Lo que tenemos ahora es finalmente un producto político más que una evolución ideológica de sus principios constitutivos.

De modo que de ella sí podemos decir que es un poder terrenal. Sus dominios y propiedades son tangibles y su influencia va más allá de las actividades rituales. Se podría decir que nos hallamos ante una típica religión de Estado, tal como lo fueron en su momento la egipcia o la babilónica, y cuya razón de ser es acompañar al poder. Esto por supuesto independientemente de los mensajes o recomendaciones que emite como dogma de fe y de acción. No se puede confundir al mensaje con el mensajero.

Pero ¿puede ser bueno el mensaje y malo el mensajero? Allí está la discusión y el problema central en mi opinión. Quienes la defienden sostienen que, a pesar de sus errores —pues está dirigida por humanos, no por Dios o sus ángeles— ésta mantiene incólume el contenido central de su promesa —su “razón porqué” como dicen los gringos— y en eso es en lo que hay que fijarse. En cambio los que la cuestionan argumentan que no puede haber tanta contradicción entre lo que se dice y lo que se hace y que eso es corrupción (como cuando un ladrón habla todo el tiempo de honradez y ello, por supuesto, no es creíble).

El conflicto

En esas divergencias es donde está, a mi entender, la mayor parte del conflicto. ¿A quién creer: a la palabra o al orador? Precisamente el protestantismo fue una reacción contra esta divergencia (matizada con obvios intereses políticos). Los seguidores del libro —como se les llama a quienes usan la Biblia pero reniegan de la Iglesia Católica— consideran que la teoría debe congraciarse con la práctica y que no puede haber un cristiano auténtico si no vive como tal y lo demuestra. Pero, salvo algunas excepciones, también estos caen en el mismo error que le achacan al Catolicismo y crean iglesias personalistas con su propio poder particular, a diferencia de lo que inicialmente predicaban.

Es en esta lucha por la coherencia en donde ubicaríamos a muchos católicos disconformes con los altos mandos de su iglesia. Para ellos la fe tiene que vivirse y ser plasmada en la realidad, no solo orar y moderar los impulsos. El católico, dicen, no solo debe no pecar sino también obrar, es decir, acudir al prójimo para hacer patente que su fe es la verdadera y que produce auténticos beneficios al ser humano.

Quienes así piensa son los que, al ver el comportamiento de sus jerarcas y seguidores, los acusan de incongruentes y de desvirtuar el contenido de la palabra, reprobando sus métodos y sus cómodos privilegios. Los acusados, en cambio, les devuelven las críticas tildándolos de alteradores del orden y de interpretar a su antojo las enseñanzas sagradas sin entender cómo son realmente las cosas.

En la actualidad

Hoy tanto el Cristianismo como el Catolicismo se encuentran en una etapa crucial de su historia debido a dos fenómenos: la crisis de Occidente (civilización a la que le debe todo) y el avance de otras confesiones, en especial, del Islam. A pesar de sus orígenes orientales el Cristianismo es más que nada una mirada occidental, una forma particular de entender al mundo y de definirlo. La manera cómo Occidente se ve a sí mismo y cómo orienta sus pasos es eminentemente cristiana; incluso su ciencia, a la que califica de neutral, está totalmente impregnada de ella. Todas sus concepciones principales (como qué es el ser humano, cuál es su misión en la vida, qué es lo justo, lo bueno, lo adecuado, etc.) provienen de una matriz cristiana sin la cual jamás se podría comprender lo occidental. Occidente y Cristianismo son una misma cosa y el uno depende del otro para sobrevivir. Por lo tanto el fin de uno implica, inevitablemente, el fin del otro.

Dentro de este panorama es que navega el Catolicismo actual entendido como una versión del Cristianismo pero con su propio programa político y social. ¿Cuál será su futuro? Dependerá como siempre de la manera cómo maneje su relación con el poder. La Iglesia Católica sabe perfectamente que ella es lo que es gracias a sus artes políticas pues, si no, hace mucho que hubiese desaparecido como tantas otras religiones de la historia. Su experiencia de siglos es, finalmente, la que la orienta y le hace dar los pasos indicados hacia su preservación, único y principal objetivo el cual viene a ser su verdadera razón de ser. Cualquier mal movimiento, cualquier gestión mal desarrollada, cualquier enemistad con algún poderoso (como lo fue con Enrique VIII y ahora con Estados Unidos y la pederastia) le puede costar carísimo y relegarla al lugar de iglesia menor o de secta.

Conclusión

De modo que podemos decir que la Iglesia está haciendo lo que siempre ha sabido hacer y ello implica muchas veces tomar distancia de sus postulados religiosos. La historia demuestra (y el mismo Evangelio así lo explicita) que cuando se prioriza el mensaje sobre la realidad todo termina en una autodestrucción o en un suicidio. Lo aconsejable es vincularse con el poder y controlar los impulsos de “poner en práctica” las ideas que, si bien son buenas para leerlas o recomendarlas, resultan inviables de ejecutar (y eso lo sabe todo padre de familia que “aconseja” a su hijo a portarse como él no lo haría).

Dicen que fue Judas quien recriminó a Jesús por no saber “negociar” con el poder. Lamentablemente el Cristo no tenía objetivos mundanos e inmediatos y optó por el enfrentamiento, a consecuencia de lo cual fue ajusticiado. Esa fórmula, el martirio, tuvo “éxito” al comienzo entre sus seguidores y produjo una ola de “suicidios” (al estilo musulmán contemporáneo) donde la gente prefería morir a seguir adorando a otros dioses. Sin embargo, cuando el Cristianismo fue asumido y administrado por los herederos del antiguo clero romano y por el emperador, la pugna contra el poder (quien era siempre el gran “pecador”) se invirtió y pasó más bien a ser éste la encarnación del bien más elevado designado directamente por Dios (Dios bendecía al Rey tanto como hoy bendice al Estado, según lo manifiestan las ceremonias oficiales en casi todos los países cristianos). A partir de esto es que surge la Iglesia Católica tal como la conocemos y con esta estrategia es que intentará otra vez perdurar hasta donde pueda como un poder mundano, hasta que no aparezca otra civilización dominante con una nueva propuesta de vida y, por supuesto, con una nueva religión.