sábado, 4 de julio de 2009

De Tío Sam a “padre” Sam


La secretaria de estado del demócrata Bill Clinton, Madeline Albright, en el otoño de 1999, siete meses después de los bombardeos iniciados por EE.UU. sobre Belgrado, dijo lo siguiente: “EE.UU. es bueno. Tratamos de hacer lo mejor en todas partes.” Cuando le preguntaron por la muerte de más de medio millón de niños iraquíes debido a las “sanciones económicas” dirigidas por EE.UU., Albright dijo a la televisión CBS que “pensamos que es un precio que vale la pena pagar para hacer progresar los objetivos políticos fundamentalmente honorables de EE.UU.”

Esta no es otra cosa que una lógica imperial, la del más fuerte y del que tiene la sartén por el mango: decretar que se es, por esencia, el bien, y que todo que se hace es lo correcto. Al pensar en eso no se puede dejar de recordar nuestra infancia que ilustra de la mejor manera este aspecto sicológico. Cuando uno es niño y está en calidad de sujeto pasivo todo lo que el mundo es lo conocemos a través de nuestros padres, quienes son los primeros en indicarnos qué es y qué no es en la vida. Mientras estamos bajo su dependencia total no podemos pensar de otra manera pues es la única fuente de verdad que tenemos. Pero cuando pasa el tiempo y empezamos a conocer otras opiniones es donde comienza la duda razonable para darnos cuenta que puede ser que nuestros progenitores no tengan toda la verdad.

La verdad es siempre relativa

Allí se dan inicio a los conflictos con la autoridad pues descubrimos que existe el factor relativo en la vida, en el sentido que rápidamente somos conscientes que la verdad absoluta no existe en la vida ni en la naturaleza. Esto ocurre en todos los pueblos de la Tierra y nadie se excluye de esta percepción (a no ser que se trate de un ser discapacitado y absolutamente dependiente). Es en ese momento, cuando diferenciamos lo que nos dicen los padres de lo que encontramos fuera del hogar, que se produce la rebeldía y la oposición, la confrontación y la evaluación, el intercambio de opiniones y hasta el rompimiento. Ello es fundamental por cuanto, si no fuera así, la humanidad no cambiaría nunca y seguiríamos siendo los mismos de siempre después de millones de años.

La verdad soy yo

De modo que, retomando el concepto que motiva nuestro escrito, podríamos decir que Estados Unidos, el “padre” de la humanidad actual, sostiene sus verdades en la fuerza de su poder, en el hecho concreto que es el que da las órdenes, sin necesidad de justificarlas. El argumento es el directo: yo tengo la razón porque soy bueno. Todo lo que hago es lo correcto porque soy el que manda. Ahora bien, sabemos que esa es una lógica inaceptable pero contra la que no podemos enfrentarnos sencillamente porque estamos sometidos, como el niño que no tiene capacidad de negar al padre sencillamente porque éste lo carga y lo pone en el sitio que quiere. Pero ¿somos niños de pecho que no tenemos opción de cuestionar las verdades impuestas? Veamos.

Amor interesado

Mentalmente no lo somos puesto que nos damos cuenta de la sinrazón y del engaño en el que vivimos. Entonces ¿qué sucede, por qué terminamos por asentir, mudos, esa forma de pensar sin oponernos? La respuesta parece obvia: por interés. Ante el gigante es bueno someterse simplemente porque, si no lo haces, te aplasta. Así de simple. Es el imperio que no acepta contradicciones ni levantamientos de voz. Pero lo terrible es que nunca faltan los serviles que cogen estos argumentos como verdaderos y los creen a pie juntillas, como mandamientos sagrados. Esos son los que adoran al imperio y se mueren por pertenecer a él, por nacionalizarse y ser tratados como uno más de sus ciudadanos. Y la razón es también muy simple: por los beneficios que de ello obtienen. Pero la pregunta que nos suscita es: ¿harían lo mismo si Estados Unidos fuesen un país como el Congo o Bolivia? Indudablemente que no puesto que es un “amor” interesado. Lo quieren porque es fuerte y poderoso pero no porque lo piensen y sientan.

Sin negación no hay madurez

En nuestras naciones sometidas existen muchos que actúan con esa lógica y les va muy bien pues pueden disfrutar de un estatus privilegiado de ser ciudadanos de primera clase. Viajan cuantas veces quieren al imperio y hacen negocios con él, convirtiéndose así en mandamases en sus países de origen. Es por eso que se vuelven profetas del modo americano de vida y alaban a ese país más que al suyo propio, al que ven atrasado y sin salida. Todo esto lo hacen por simple oportunismo, el mismo que se veía cuando Francia, a mediados del siglo XIX, era también una potencia mundial. Lamentablemente estos individuos abundan y casi siempre son los que pertenecen a los estratos más altos y privilegiados de la sociedad, siendo finalmente quienes asumen el poder y convierten a sus naciones en dependientes absolutas del gran poder de turno. Observando la composición del poder en América Latina descubrimos que ese fenómeno es una constante. Esta es una lógica perversa que solo mediante la negación al “padre”, o sea, con la madurez, se puede superar y combatir.

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