
19
de enero del 2018
Toda obra de arte consta de dos partes: la forma y
el fondo. La forma es el elemento con el cual se expresa una idea, que viene a
ser el fondo. En la pintura la forma es el cuadro o la superficie más los colores
y cómo todo esto se dispone. En la música son los sonidos y de qué manera se
organizan. En el caso de la literatura son las palabras y el modo de
exponerlas.
En este libro titulado El Estadio de José del Valle González encontramos que su forma es
correcta; está bien redactado, es sencillo en sus expresiones y se encuentra al
alcance de cualquier público mediana o escasamente instruido, lo cual es de por
sí una virtud en estos tiempos en que la gente se inclina cada vez más por las
lecturas rápidas y sintéticas que nos ofrecen las diversas pantallas que por
todos lados nos acosan. Tiene un formato que es el de cuento-novela, pues es más
larga que un cuento y más corta que una novela convencional, según mi particular
apreciación.
Pero todo esto tendrá o no importancia siempre y
cuando responda al objetivo central que es la razón de ser de la obra. Y aquí
es a donde entramos en la parte del fondo, a la esencia que motiva el comentario
sobre este trabajo. Antes de continuar, y a modo de plantear una intriga,
citaremos una de las frases que quizá sea el leit motiv del libro en cuestión.
Proviene de un pasaje de la Biblia, del Eclesiástico, el cual dice: “Todo lo
que de la nada viene, a la nada vuelve; así el impío, del vacío vuelve al
vacío. La dicha dura pocos días, pero el buen nombre dura para siempre”.
Diera la impresión de que el autor encontrara en lo
profundo de este pensamiento una motivación para exponernos preocupaciones que
van desde las dudas epistemológicas —la epistemología es una especialidad que
estudia a la ciencia— sobre la capacidad de ésta para explicarlo todo, hasta el
asombro ante nuestra peculiaridad humana de vivir siempre insatisfechos. Se
trata entonces de un relato más cercano a la reflexión y a la moraleja, cosa con
la que todos los cuentos siempre finalizan.
A propósito de esto, es bueno mencionar que la
literatura es un arte que camina sobre
sus propios pies y no tiene por qué atenerse a la lógica de Hollywood o
de Disney, empresas que suelen utilizarla impunemente para sus películas pero
deformándola para adecuarla a sus fines que son reforzar lo “políticamente
correcto”. Digo esto porque la narrativa y la cuentística real no siempre
funcionan con los simplistas esquemas de “bueno-malo” a los que nos tiene
acostumbrados la ideosincracia norteamericana, apegada a una moral puritana de
clase media que espera recibir solo aquello que ésta entiende y pueda aplaudir.
En la literatura, por lo menos hasta ahora, esa idea de ser una simple máquina
de repetición de los valores y patrones culturales típicos de la mass media no es
la que más se utiliza.
Este es el caso de El estadio, cuyo propósito no es el de arrancar de sus lectores un
“qué lindo” ni una aprobación emocional al estilo de los libros de autoayuda,
sino más bien el conducirnos hacia una situación en la que terminamos con más
dudas y preguntas que cuando empezamos. Y es acerca de esas dudas y preguntas
sobre las cuales quiero hacer hincapié más que en su exégesis literaria, en
particular porque mi personal interés es la filosofía y ese es el campo en el
que mejor me desenvuelvo.
Evitaré entonces contar la trama y más aún el
desenlace puesto que ello es lo que precisamente hay que invitar a hacer,
centrándome en aspectos puntuales que siempre son buenos resaltar ya que muchas
veces los pasamos por alto. Previamente es necesario aclarar que el autor,
Valle González, es físico de profesión así como especialista en metodología
científica. Este dato es fundamental ya que ello explica la preocupación
central de la trama que, a mi entender, trata acerca de la verdad, la realidad
y cómo el ser humano las asume. Y ya que hablamos de la verdad, es imposible
mencionarla sin nombrar también a su hermana gemela: la creencia. Una verdad en
la que nadie cree no es una verdad, aunque ésta sea comprobada de mil maneras.
Y además, contrariamente a lo que muchos piensan, así como podemos fanatizarnos
con la verdad, o con lo que pensamos que ella es, también lo podemos hacer con
su negación, con el no creer, posición aún más cómoda porque así no requerimos
darnos ningún tipo de explicación. Al respecto de ello cito un pasaje del libro
que dice: “A veces se es fanático por creer, pero también se suele ser fanático
por no creer, aun cuando las evidencias estén al alcance de la mano.”
Y efectivamente, cuando la mente no alcanza, cuando los argumentos no llegan a
ser los suficientes, la actitud más común que asumimos es la de arribar a una
conclusión que es casi siempre aquella que restablece el orden previamente
alterado. A quién no le ha pasado que alguna vez en la vida se ha visto ante un
suceso que no pudo explicarlo y que al final lo hemos resuelto mediante una alzada
de hombros junto con un: “Me habrá parecido”. Esa respuesta, que obviamente no
es ni real ni culmina el misterio, resulta una tabla de salvación ante
fenómenos que, por diversos motivos, no tienen explicación para nosotros. En la
obra, uno de los personajes principales, que es ciego, calma las preocupaciones
de todos a través del razonamiento siguiente: “No he podido contemplar al
mágico estadio ni lo veré nunca, pero creo en él porque también creo en las
palabras de mis amigos y buenos vecinos y estoy convencido de que existe, al
igual que existen cosas malas y buenas que están fuera del alcance del hombre.”
Lo que nos propone este razonamiento es que las
cosas existen no solo porque las veamos o las toquemos, o quizá porque la
ciencia lo diga, sino también, y sobre todo, porque mucha gente de confianza
así lo dice y les creemos, lo cual podemos comprobar en la práctica cuando los
alumnos de la universidad asumen la palabra del catedrático de ciencias como
“verdadera” solo porque es el profesor de ciencia. A pesar que se les enseña
que no deben creer subjetivamente porque alguien con autoridad lo diga, los nuevos
científicos se forman diariamente en las aulas a través de la credibilidad en
la palabra del maestro. Es, sin duda, una de las tantas paradojas acerca de qué
es el conocimiento. Al respecto de ello, traigo a colación otra de las frases
que nos brinda el libro: “…la ciencia históricamente ha explicado muchas cosas
y cada vez las sigue explicando con más precisión, pero cuestionándonos siempre
si los métodos científicos constituyen la única vía para descubrir la verdad
absoluta…”
No hay que olvidar que esta es una obra
contemporánea, escrita por alguien que conoce muy bien la estructura científica
y que, por ello, sabe que no todo es lo que parece. A ojos del lego, al igual
que le pasa al paciente ante el médico, el científico figura como aquel que
puede tener todas las respuestas, como las tenía el cura medieval antes de la
modernidad. Pero, al igual que solo los que trabajan en el teatro saben la
diferencia entre las apariencias y la realidad, lo cierto es que la ciencia no
es la que da las respuestas a todo, como lo suelen repetir los medios de
comunicación, sino más bien lo contrario: la ciencia es la capacidad de asombro
ante todo, el deseo de entender lo que se ve, la inquietud por descubrir que se
sabe menos de lo que se creía. Diariamente se desechan miles de libros de texto
científicos debido a la cantidad de nuevos descubrimientos que contradicen y
niegan lo que hasta hace poco era una verdad sagrada. Esa es la verdadera
ciencia, y no la de las películas de ficción donde se la presenta como la que todo
lo puede y que para todo tiene las respuestas exactas.
El Estadio
parte de la premisa de que los misterios de la naturaleza muchas veces no son
asumidos de la manera cómo deberían serlo, o sea, con una debida investigación
y comprobación, sino de acuerdo a criterios y valores comunes y entendibles por
las mayorías. La obra viene a ser entonces una metáfora de nuestra vida diaria
donde aquello que creemos ser “la verdad” no lo es porque exista detrás de ello
alguna prueba casi irrefutable sino porque alguna autoridad o fuerza la inserta
en nuestra estructura mental y allí cobra sentido incorporándose a lo que
llamamos como lo “conocido”. De modo que cualquier explicación que se dé, por
muy irracional que sea, funcionará como un tranquilizador de nuestras
conciencias permitiéndonos continuar con nuestra vida diaria.
Hasta aquí he abordado el problema de la
relatividad de la verdad que el texto nos propone y con el cual nos hechiza de
principio a fin, aunque sin darnos el final aclaratorio y moralizante al cual
estamos acostumbrados por el cine norteamericano y la televisión, como ya
señalé, los cuales procuran hacer que sigamos pensando que vivimos en un mundo confiable,
controlado por nuestras supuestamente sabias autoridades. Ahora tocaré el otro
aspecto también fundamental de la obra pero que tiene que ver con algo más
cercano a nosotros: nuestra idea de valor, de ética y de moral.
La trama del libro nos muestra que un hecho
insólito e inexplicable, aparte de cuestionar nuestras ideas de la realidad y
su forma de asumirla, desencadena también una serie de sucesos de orden social.
El haber elegido un argumento aceptable y consolador ante el misterio termina convirtiendo
a este en uno de los tantos tabús con los cuales vivimos y que preferimos nunca
tocar por cuanto hacerlo nos puede llevar a una serie de sinrazones y
confusiones a las cuales no hallamos respuesta. Incluso el no buscar
explicaciones, como sucede cuando estamos con los niños, resulta ser la mejor
salida al entrampamiento. No preguntar, no indagar es muchas veces la solución
a nuestras dudas existenciales.
Pero ello nos lleva también hacia una problemática
acerca de qué es lo correcto, lo honesto y lo adecuado. Así como con las
mentiras piadosas, las mentiras sociales y políticas son también un “mal
necesario”. Todos sabemos que es imposible vivir diciendo siempre la verdad.
Imaginemos un día salir y expresar públicamente lo que solemos pensar para
nuestros adentros. No llegaríamos más allá de unos cuantos metros de nuestra
casa en que ya nos veamos envueltos en un altercado con alguien a quien le
hemos dicho lo que tenemos en la cabeza en voz alta. Lo contrario sucede cuando
saludamos cortésmente y pronunciamos palabras gratas y enaltecedoras al prójimo
con quien nos cruzamos, la mayoría de ellas, por supuesto mentiras de marca
mayor que ameritarían pasar por el confesionario si fuésemos católicos. El
clásico cuento del traje invisible del rey nos demuestra esta realidad.
Ahora bien, ello no sería problema si no fuese
porque siempre existe gente para quienes tal hipocresía necesaria para la
convivencia no es aceptable. Nuestra sociedad es un constante estado de
equilibrio entre el deber ser y el ser, entre lo que deberíamos y lo que somos,
entre lo que quisiéramos que fuera pero que no podemos evitar que sea. Solo
cuando estas dos fuerzas se desequilibran, cuando una de ellas adquiere mayor
peso o preponderancia, es cuando se producen los fenómenos sociales mencionados
por la historia tales como la Florencia religiosa, moralista y persecutoria de
Savonarola y la corrupción desestabilizadora de la Francia pre revolucionaria.
En estos dos extremos se ubican ciertos individuos para quienes ambas fuerzas
no pueden compartir el mismo espacio y solo es posible que exista una de ellas,
cosa que los convierte o en criminales o en profetas o personajes aislados y
sufridos, incomprendidos debido a que se aferran fanáticamente a principios que,
si bien son aplaudidos y deseados por todos, son a la vez inaplicables excepto en
algún determinado aspecto. Estas normas entonces solo sirven como metas, como
horizontes o ideales, tal como lo son las diversas religiones lo plantean, pero
no son ejecutables en la vida diaria en la mayor parte de los casos.
Y este es el contexto en el cual se desenvuelve el
personaje principal de la obra, un coordinador de deportes de un pueblo quien
se debate entre lo que observa y toma conciencia que es la realidad versus lo
que los demás asumen falsamente con cinismo y hasta con inmoralidad. Cuando lo
cuestionan o presionan para que acepte lo que por sentido común todos hacen,
éste agudiza aún más su crisis personal acerca de lo que él considera como lo sensato
y lo correcto. Es así que en un pasaje responde al que pone en tela de juicio
la sensatez de su padre, quien actuó también principistamente: “Pero lo hizo
con honradez, ministro, porque para él el deporte significaba mucho más que
dinero…”.
Ante ello la reacción del pueblo, de la sociedad en
su conjunto, que es mostrada como irreflexiva y siempre en procura de restituir
el equilibrio perdido por un suceso extraordinario, es la de calificar críticamente
al que no sigue la corriente ni se adapta a los hechos como de “raro y
conflictivo”. Es por eso que el ministro le retruca: “Caramba, veo que eres
obstinado como él [como su padre]; los tiempos han cambiado y todos los que
siguen pensando así están condenados al fracaso; cuando un día se dan cuenta de
su error entonces no hay remedio.”
La conclusión del relato no es la restitución del
orden y el develamiento del misterio; eso es algo típico en la literatura
contemporánea que intenta crear clientes y seguidores satisfechos con finales
agradables que contentan y tranquilizan a los compradores y que llenan los bolsillos
de las editoriales. Los verdaderos misterios siempre permanecen ocultos en su
explicación y comprensión, por eso son misterios. Los poderes de turno son más
bien los que intentan darles un sentido pero de acuerdo a su conveniencia,
haciendo que estos se “resuelvan” pero bajo las pautas de su régimen para con
ello perpetuar su autoridad y la idea que lo tienen todo controlado, situación que
es lo que da confianza al pueblo y le hace creer que están bien conducido por
sus dirigentes.
Pero el hecho que todo quede así, explicado pero no
resuelto, hace que se perpetúe el estado de insatisfacción que, a la larga,
sume a los seres humanos en la ansiedad y desilusión. El volver todo a la
“normalidad”, a pesar de que los milagros se manifiestan a nuestro alrededor,
nos hace entender que estos extraordinarios sucesos no son el camino hacia
ningún cambio o mejora; los milagros solo sirven para el asombro inicial, pero
luego el poder se encarga de engullirlos y colocarlos en una situación
favorable para sus intereses. Podríamos decir, a manera de síntesis un tanto
irreverente, que así aparezcan los ovnis y los extraterrestres, así se presente
la Virgen María y retorne Jesucristo a la Tierra, ninguno de estos hechos
producirá algo más allá de una admiración inicial puesto que al poco tiempo los
dueños del poder los ubicarán en el lugar más favorable para ellos, y así podrán
seguir controlando sus negocios y su lugar preferencial en la sociedad.
En conclusión, lo que a mi parecer nos pretende
decir El estadio es que si realmente
esperamos algún cambio auténtico en nosotros y en nuestro medio éste solo podrá
venir de nosotros mismos, no de afuera. Es por eso que la historia termina con
una frase que traduce este pensamiento: “Entrenador, ¿cuándo este pueblo irá a
tener un estadio que valga la pena? …/… Cuando lo merezcamos, doctor… cuando lo
merezcamos.”
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