sábado, 24 de septiembre de 2011

La felicidad. ¿Eso es todo?



¿Es acaso la felicidad el auténtico fin de la existencia humana? ¿Siempre fue así o alguna vez se pensó de otro modo? ¿La felicidad, una vez alcanzada, lo comprende todo y nos da la tranquilidad o es una fiera devoradora que exige constante alimento? ¿Qué pasó con las otras creencias en las que el hombre no tenía como razón de ser su felicidad personal sino alcanzar el Cielo, el Nirvana o muchas cosas por el estilo? El siguiente es un acercamiento a este complejo tema que hoy se debate precisamente porque se empieza a dudar de él y a considerarse que tal vez no sea lo que la humanidad siempre soñó como respuesta a su esencia humana.

Desde que los intereses de la burguesía europea entraron en conflicto con el poder de la Iglesia Católica surgieron una serie de ideas que iban en contra del discurso oficial impuesto por la curia. Se anunciaba un cambio de poderes, donde los reyes y sacerdotes cederían su puesto a los ricos, por lo que hacía falta un cuerpo teórico que sustentara ante los pueblos la legitimidad de la nueva clase dominante. Dichos argumentos fueron hallados en viejos y olvidados textos provenientes de una cultura desaparecida casi dos mil años atrás (los griegos del antiguo Peloponeso) y fue así cómo se “innovaron” las creencias. Reaparecieron conceptos aparentemente superados como democracia, república, libertad, igualdad y, en especial, felicidad (eudaimonia en griego, felicitas, en latín), una “nueva” forma de plantear cuál era el objetivo real de la vida del ser humano.

Hasta antes de esto la única manera de vivir, legitimada por el mismísimo Dios, era tal como lo indicaba la Biblia, documento sagrado y eterno que no podía ser modificado por el hombre. Allí se especificaban claramente tanto los orígenes de éste como su deber sobre la tierra y su destino final, cerrando así el círculo de la existencia correcta. El hombre surgió por el amor de Dios quien quería compartirlo con sus criaturas; pero para que ese plan se haga efectivo el ser creado debía acceder a dicha gloria mediante una serie de pruebas pues solo de ese modo es cómo tal don se justifica. La vida terrena no era otra cosa que una etapa de preparación para ese más allá prometido al cual todos teníamos derecho a acceder. Mientras más se hiciera por alcanzar ese estado más se acercaba uno a la meta, por lo que la piadosidad y el respeto a las normas eran el mayor logro que alguien pudiese obtener.

Esto obviamente exigía una actitud y un determinado comportamiento que, en lo fundamental, minusvaloraba lo material frente a la vivencia interna y la virtud. Pero la falta de aprecio a las cosas no era algo bien visto por aquellas personas para quienes su manipulación significaba una forma de vida (los comerciantes) razón por la cual la espiritualidad, llevada a un grado extremo, significaba para ellos una ostensible baja en las ventas. Es comprensible entonces que, para modificar esta situación, se hiciera necesaria una inversión de valores, una revolución, que pusiera los mercantiles por encima de todos los demás. Es con ello que aparece otra forma de entender la religión; ya no se trataba de despreciar lo terrenal sino, todo lo contrario, emplearlo como vehículo para alcanzar el Cielo. El protestantismo, apoyado intensamente por los comerciantes alemanes primero y luego por los ingleses, contribuyó entonces a “rediseñar” el pensamiento y los mandatos de Dios “interpretándolos”, de modo tal que la posesión de riquezas, en vez de alejar al hombre de la divinidad, más bien lo acercaba puesto que era deseo del Creador proveer a su creatura de todo lo necesario para que no sufra mientras transcurre su preparación para el más allá dichoso (de “valle de lágrimas” se pasó a “tierra prometida”).

De modo que ya no era bueno sacrificarse y renunciar a nada sino, por el contrario, adquirir lo más posible aquello que diera satisfacción, idea que pasó a llamarse “felicidad” y que se comprende hasta el día de hoy como “la satisfacción plena de las necesidades”. Para ello no es necesario llevar una vida de santidad y recogimiento sino acudir al mercado a comprar los dones que la naturaleza le brinda generosamente al hombre. Cuando éste los tuviera, decía la nueva versión sagrada, entonces se sentiría feliz y realizado, sin importar si con ello se hacía merecedor o no a un premio “después de muerto”. La muerte misma pasó a ser vista como el peor de los males —que antes lo era pero con el consuelo de ser el ingreso a una etapa superior— y comenzó a entenderse como “la desaparición de la razón de ser humano”. Muerto el cuerpo, todo acaba. El mercado no tiene injerencia en otra dimensión que no sea la material. Después de la muerte, lo que ocurra ya no pertenece al campo de lo humanamente comprensible y admisible. En pocas palabras, con el advenimiento de la Modernidad el hombre empezó a verse a sí mismo solo en su magnitud corporal dejando de lado las preocupaciones extramundanas.

Cierto que hay quienes, a pesar de este pensamiento, aún se apoyan en alguna fe para darle un sentido a sus vidas, pero el detalle es que ninguna de ellas atenta o violenta las normas del mercado; simplemente se adecúan a éste. Existen casos aislados de creencias que van en su contra (como cierto sector del Islamismo) pero esto es combatido en todos los frentes, tanto ideológicos como militares (las “repúblicas fundamentalistas teocráticas”) siendo ello un ejemplo de que a lo que se ataca es a las ideas que no priorizan el comercio como ley básica para la organización de toda sociedad, no así a las instituciones per se. Incluso el tan vituperado Comunismo no era otra cosa que una acentuación de la propuesta que no hay otro fin en la vida que no sea el sostener al organismo hasta su desaparición de la mejor manera posible. La felicidad, en este caso, seguía siendo la idea primordial, solo que dirigida por un ente regulador que era el Estado.
Pero ¿será acaso la felicidad realmente el único norte al cual el ser humano puede y debe aspirar? Ya vimos que es un concepto retrotraído del pasado con la exclusiva finalidad de desbancar las ideologías religiosas e imponer otras más afines a los negocios, por lo que se puede decir que no estamos ante una noción universal ni mucho menos eterna. Al contrario, se trata de algo solamente vinculado a la etapa moderna occidental, mas no un criterio surgido en distintos lugares e instancias de la historia de nuestra especie. Nuestra vivencia teológica no puede ser reemplazada tan fácilmente pues nació con el mismo hombre cuando dejó de ser animal, y ello significa no solo una tradición de casi cuatro millones de años sino también una parte constitutiva de nuestro cerebro —si es que les creemos a las últimas investigaciones de las neurociencias que aseguran que llevamos un “gen” religioso.

¿Significa esto que se debería volver al oscurantismo medieval o a la idolatría de las casas reales? No necesariamente; existen muchas otras opciones. Pero lo que parece ser cierto es que la actual, la comercializada y adorada “felicidad”, ya no satisface las expectativas de la humanidad puesto que se ha podido comprobar, en la práctica, que tal cosa no solo es imposible de alcanzar (pues, como los alimentos, una vez consumida se desvanece) sino que no se percibe que ella sea realmente el objetivo del ser seres humanos. En este sentido la filosofía nos recuerda que nada hay dicho en materia de humanidad, que no existe una norma o ley que lo especifique y que el hombre sigue aún preguntándose quién es él y por qué es lo que es. Se han dado hasta el momento muchas versiones, pero ninguna ha pasado la prueba definitiva y ha perdurado como verdadera.

En conclusión, es muy probable que dentro de poco nos veamos envueltos en otra loca carrera por intentar reemplazar al mercado y a la felicidad por otros elementos que nos proporcionen la paz y el entendimiento que desde siempre hemos estado buscando. La satisfacción de necesidades, tanto materiales como espirituales, por más que sea plena, abundante y abarque todos los sentidos, no soluciona nuestro principal drama, por lo que inevitablemente volveremos una vez más a asumir otra forma de mirarnos, con las respectivas transformaciones violentas que ello significa.

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