miércoles, 13 de julio de 2011

Sin una nueva filosofía no habrá libertad para los pueblos sometidos


Hay quienes insisten en que la existencia humana se reduce a una aceptación de lo dado y al acto de sumisión ante los hechos. Lamentablemente en ese grupo se encuentran la mayoría de los llamados intelectuales de los países dominados quienes consideran que lo correcto es aceptar la imposición de pensamiento y de acción.

Se trata de individuos que pasan por la vida como aves fugaces, quienes ocupan un sitio que después dejarán vacío para que otro haga lo mismo, sin que su transcurrir por la vida haya marcado alguna diferencia o beneficio para los demás. No tienen el valor de asumir una posición propia, no quieren cuestionar a su tiempo ni su circunstancia y dejan pasar todas las oportunidades de mencionar aquello que está fuera de lugar pues prefieren el silencio temeroso a la osada denuncia.

Por eso es que dan lugar a que sean reemplazados por seres más prácticos quienes no sienten el compromiso de pensar sino de actuar y para quienes la realidad es tal cual es en el mundo en que viven considerando ello como una verdad eterna. Para estos las cosas tienen sentido solo cuando se expresan empíricamente, mediante lo objetivo, y omiten la especulación pues ello altera la convicción de que existe una verdad única y absoluta.

Los especuladores, conocidos como filósofos (aunque los filo-occidentales les niegan esa categoría que solo la reservan para un habitante de esa civilización) suelen ser incómodos pues dudan y ponen en tela de juicio aquello que se va a emprender con suma seguridad. Por eso no son bien vistos entre las naciones emergentes porque cuestionan a la autoridad e interrumpen el proceso de asimilación de la cultura dominante (a la que supuestamente todos quieren pertenecer). Este es un motivo más para que los intelectuales y generadores de pensamiento se vean constreñidos a la simple función de bendecir todo lo que se dice en las sociedades dominantes.

Pero la historia, a pesar de que se la oculte y minimice, demuestra claramente que nada dura para siempre y que no hay dominio ni imperio que no decaiga; y que las culturas que vivieron bajo esa férula tuvieron también participación en su declive gracias a que despertaron del embrujo de la “verdad indudable” en la que estaban encerrados, negándola primero y luego buscando una suya propia. No hay nada más común en el devenir humano que creer que la verdad contemporánea es “la verdad”, como que no hay nada más común también que desmentir esto producto de la liberación del yugo opresor.

Los mismos países que hoy se ufanan de controlar la vida del planeta alguna vez fueron igualmente controlados y esclavizados; ahora se incorporan ufanos como si siempre hubiesen sido amos y predican su manera de ver la realidad como si ésta fuese la que cierra el ciclo de la historia, más allá de lo cual solo es más de lo mismo corregido y aumentado. No quieren oír nada de la fugacidad y del inevitable destino; cierran los ojos ante el cementerio de los imperios y piensan que para ellos no se han hecho las tumbas pues dudarán para siempre. En ese punto pierden toda la objetividad que dicen tener, se meten en su concha y gritan desde dentro que son la excepción a la regla.

Pero eso no será así. No hay plazo que no se cumpla ni verdad que dure cien o mil años. Otras ideas vendrán cabalgando en nuevos cerebros que entenderán que sin visiones diferentes a la convencional e impuesta es imposible alcanzar la libertad y, con ello, la dignidad del ser. El que es esclavo, sea físico o mental, no vive plenamente pues no es dueño de sus actos; siempre se pregunta primero si debe o no hacer lo que hace. Siempre se siente atrapado, limitado por fuerzas invisibles que le recuerdan permanentemente su condición de dependiente. Solo el día que recupera la autonomía de su mente, que es la que genera el acto, es cuando se suelta las amarras y puede respirar a sus anchas disfrutando, por primera vez, el aire puro de la libertad.

Mientras se siga pensando o filosofando dentro de las canaletas putrefactas de Occidente ninguna liberación será posible; solo se repetirá el dogma que tal cultura ha consagrado como palabra divina para toda la humanidad. La única forma posible de romper estas nefastas ataduras es demostrando la dúctil capacidad humana para leer de infinitas maneras la misma realidad que siempre hemos tenido delante. Porque si hay algo cierto es que el ser humano ha abordado a la naturaleza y a sí mismo desde innumerables perspectivas y todas ellas le han sido útiles para existir, demostrando que la tal verdad única posible, hecha de una sola dimensión, solo se da dentro del contexto del imperio que la establece, pero que, fuera de él, ésta es más bien múltiple y variable, de la misma manera como lo es un calidoscopio.

Sí es posible entonces fundar una nueva filosofía que no beba de las canteras de Occidente en la medida que ésta no es un invento o patrimonio de un solo pueblo ni de nadie sino un acto esencialmente humano que cobra distintas expresiones según el lugar y la época en que se dé. Pero para ello se necesita, antes que libros o teorías, voluntad y deseo de superación. Dirán que con solo el querer no se hacen las cosas, que es puro voluntarismo, pero se equivocan pues con cada chispa de deseo intenso se producen las revoluciones que mandan al tacho todo lo hecho previamente, tal como cuando se arrojan las cadenas del oprobio al precipicio. Occidente y todo su conocimiento ha sido una ingrata e infame cadena impuesta a todos los pueblos de la Tierra y seguir aceptándolo nos priva del derecho de ser libres y plenos. De modo que es el turno de los filósofos heroicos quienes deberán recrear al mundo y redefinirlo de una manera más sana, más armónica y menos miserable que hasta ahora para todos los débiles.

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