El otro día me comentaron que una mujer se lamentaba de
que su supuesta buena amiga no le había comunicado el fallecimiento de su
madre. La razón, según decía, era que no quería hacer saber su dolor a los
demás, que prefería que fuera un asunto meramente personal y familiar. Pero
¿puede la verdadera amistad reservarse cosas tan profundas y fundamentales sin
compartirlas? A todas luces no, puesto que eso demostraría que tal amistad
nunca estuvo en el fondo de los sentimientos de la otra persona y que no
deseaba que allí ingresaran otros, ni siquiera las supuestas amigas. Eso la
convierte en una falsa amistad, superficial, no auténtica, solo social o
circunstancial. No es posible decir que se tiene un amigo solo para los
momentos triviales pero no para los realmente importantes.
Esto da motivo a una reflexión filosófica que ya
tiene antigua data: ¿qué es realmente la amistad, qué implica? ¿Hasta dónde se
puede ser amigo? ¿Se puede decir que se es amigo de alguien aunque se le
oculten cosas trascendentes? Quien más trató sobre ello fue Platón, afirmando
algo que los antiguos griegos planteaban: que el más alto sentimiento o
relación entre las personas era el de amistad (en el diálogo Lisis o de la amistad dice por boca de
Sócrates: “Por lo tanto, mis queridos jóvenes, si alguno desea o ama a otro,
jamás podría ni desearle, ni amarle, ni buscarle si no encontrase entre él y el
objeto de su amor alguna conveniencia o afinidad de alma, de carácter o de
exterioridad.”).
Según este análisis, lo que quiere decirnos el
filósofo es que no se puede desarrollar una relación de tipo personal o íntima
si antes no existe lo que modernamente llamamos “compatibilidad de caracteres”.
Si no hay coincidencias básicas es imposible que nazca algún tipo de afinidad o
simpatía entre dos seres, sean humanos o no. Ello nos lleva a pensar que muchas
veces la palabra “amigo” la usamos para todo, incluso hasta para dirigirnos a
un extraño o a un enemigo. Tan común es esta costumbre que finalmente terminamos
por creer que así es la amistad y pensamos que basta una simple relación o
contacto con otro para que ésta se produzca. Pero lo real es que ello no pasa
de ser solo un formulismo vano que no se sustenta en lo que la amistad verdaderamente
es.
¿Cómo nace
una amistad?
Para que se dé una auténtica amistad tienen
que producirse primero las condiciones naturales, biológicas y sociales sobre
las cuales pueda surgir un entendimiento espontáneo. Además de esto tiene que aflorar
un sentimiento de simpatía, de agrado, de gusto por el otro; algo que nos dice
inconscientemente que estar cerca de tal persona nos produce una sensación de
placer, diferente a los casos opuestos donde la cercanía de alguien nos provoca
desagrado. Pero eso tampoco es suficiente: tiene que haber además una historia
en común, algo que se comparta y que se considere profundo, más allá de los
simples sucesos de la vida cotidiana. Mientras más trascendentales hayan sido esos
acontecimientos la amistad será más sólida. Y todo ello tiene que estar
impregnado de una afirmación de que tal amistad es definitivamente para un bien,
no para realizar algún tipo de mal (entre delincuentes no puede haber amistad
por cuanto lo que los convoca es la realización de un mal y eso desvirtúa la
autenticidad).
Solo cuando se han dado estas condiciones
previas se puede pensar que existe algún tipo de amistad. Tampoco basta el
pasado común para que ésta perdure. Muchas amistades, por no vivirse en el
presente o ser meramente “virtuales” (a distancia) terminan por desactualizarse
y desvanecerse. La experiencia comprueba que no hay sentimientos de lejos; que
si no se da el contacto directo y físico las cosas no son iguales. La amistad,
como muchas cosas humanas, no puede darse solo a través de la razón; es algo
tangible, al igual que nadie puede alimentarse mediante fotografías de comidas.
Es por eso que los refranes expresan que la amistad es como una planta que se
debe regar siempre.
¿Realmente
tenemos amigos?
Ahora bien ¿cuántos “amigos” realmente tenemos
que se ajustan a esta descripción? Bien se ha dicho que tener siquiera uno solo
es ya una suerte y una bendición. Pero ¿por qué? Porque muchas veces basamos
nuestras relaciones humanas en el mero interés; priorizamos siempre aquello que
creemos nos conviene para nuestros fines y relegamos a la categoría de “inútil”
lo que no nos produce beneficios. En este sentido preferimos muchas veces
acercarnos o rodearnos de aquellos que satisfacen nuestras ambiciones o
necesidades inmediatas a estar cerca de quienes solo nos agradan pero de los
que no obtenemos nada en concreto. Como consecuencia de ello siempre acabamos
distanciándonos de los que alguna vez hubimos considerado como amigos para
vivir únicamente entre individuos que van al ritmo que nosotros queremos. Demás
está decir que a la hora de los infortunios estos últimos desaparecen mientras
que los primeros ya se extinguieron por falta de alimento. Cercano ya el fin de
nuestra existencia nos damos cuenta que ello fue una mala inversión y resulta
triste ver que, entre los pocos que se nos acercan, no falta algún “viejo
amigo” que nunca se olvidó de nosotros a pesar que alguna vez lo consideramos
como “no conveniente”.
Claro que las excusas son muchas: la
practicidad de la vida, la necesidad del éxito, la prudencia de alejarse de
quienes no van a nuestro compás, etc. Cierto que también influyen otros
factores, el principal, la familia, a la que se supone uno debe darle toda la
prioridad en desmedro de otros a quienes también estimamos. Pero esto desata
otra discusión: ¿puede el amor compararse con la amistad?
¿Amistad
antes que amor?
Para los griegos la respuesta era no, puesto
que el amor, tal como lo conocemos, no es más que una exaltación pasajera y
alterada de los sentidos y de la percepción, algo que suele engañarnos sobre la
realidad de las cosas. Más aún, este fenómeno muchas veces no se da en la dirección
correcta —hacia un prójimo— sino hacia otro tipo de cosas o situaciones. De
este modo la gente suele sentir amor por una animal, un objeto, una situación,
por algo imaginario y un largo etcétera. Muchos estados de locura tienen su
origen en estas desviaciones del amor humano hacia diversas obsesiones. Sin ir
muy lejos, la sociedad de mercado actual se basa en el principio de “amor al
dinero”, al margen de lo que éste pueda dar en sí (un millonario no es una
persona con muchas necesidades y que tenga que satisfacerlas a través de una
gran cantidad de dinero: es alguien que necesariamente gusta apasionadamente de
acumularlo, aunque nunca pueda llegar a gastarlo todo así él lo quiera).
Ante esto habría que preguntarse entonces si
sería posible que se diera una “amistad” al dinero o a otra cosa. Imposible.
Ello demuestra que se puede sentir amor por algo irreal, material o infame pero
no amistad, puesto que ésta no sufre de los males que suele padecer el estado
de amor. De ello se deriva también que las relaciones humanas que se sustentan
en el amor suelen ser por naturaleza inestables, pasajeras y casi siempre
anómalas. Esa es la causa de porqué la mayoría de matrimonios que se basan en
el amor fracasan: porque han carecido del sentimiento firme y duradero que es
la amistad. Al juntarse solo por amor, sin verificar la empatía o coincidencia
natural más una historia en común, solo se ven los aspectos fantasiosos o los deseos
personales más no las realidades. Cuando el efecto pasa, como con la droga o con
el alcohol, el despertar suele ser muy triste puesto que todo no era más que una
ilusión y se tomaron decisiones importantes sin antes constatar la factibilidad
de llevarlas a una vida en común.
Conclusión
Por todo esto se podría decir que la amistad
sigue siendo una manifestación muy rara de encontrar, en verdad poco buscada o
anhelada, y muy mal entendida y más aún desprestigiada (siempre se piensa que “el
amigo” sirve solo para la diversión y el ocio, algo cuestionable en una
sociedad que valora principalmente el trabajo y la ocupación efectiva del
tiempo). También significa que lo más probable es que las relaciones de pareja
que se “llevan bien” lo sean porque, sin que ellos lo sepan, lograron
desarrollar o tener, más que amor, una verdadera amistad que los unió. Mientras
tanto, en la mayor parte de las relaciones formadas por el amor de los primeros
días, lo que existe es la fuerza de la rutina y de las circunstancias
alimentadas por la necesidad, situación en la que ya la vida en pareja no
representa algo grato sino solo un compromiso u obligación. Son convivencias
donde nunca se pensó que, para sobrellevarse, debía haber algo más que una
pasión momentánea; y siempre bajo la creencia común de que “el amor lo puede
todo”.
Entre el estado de amor y el de amistad el
segundo siempre será real y confiable pues no se corrompe ni se altera y es lo
que realmente une sinceramente a las personas. En cambio el primero siempre
será una explosión imposible de controlar y cuyas consecuencias suelen ser
desagradables cuando pasa. Por lo tanto fácil es sentir amor espontáneo por
cualquier cosa, pero difícil tener una amistad auténtica.